Cuando todo se viene abajo me suele
gustar. Dirán que soy masoquista pero
masoquismo, quizás, es tener un cúmulo de sensaciones y sentimientos aplastados
contra el pecho y no dejarlos salir por temor, o prudencia, o decencia, o
clemencia, a herir o ser heridos, el “peor aún” lo pone cada uno entre la coma
(,) que quiera. Me refiero al desastre total, no el desastre a medias que te
obliga a dar oportunidades, esas del “temor…” y todo lo que conllevan.
Cuando todo se derrumba, dando igual quién
causó el desastre, te quedas mirando todo lo que hay por recoger, el estado de
daños, y tienes dos alternativas, una: dejarlo ahí e ir pisando a tu paso todo
lo que yace en ese suelo y desquiciarte entre la mierda, y dos: aprovechas para
tirar lo roto aunque tengas apego, lo que no servía, lo que sobra, lo que hace
tiempo no utilizas e incluso lo que te quedaste por cortesía pero en realidad
no te gustó en la vida. Puede que te quedes con algo que al caer no sufrió daño
alguno y lo puedas utilizar para un futuro.
Cuando todo se derrumba es un caos, un
parón en seco, un aspirar aire y sentir que jamás saldrá este aire a tiempo de
tus pulmones bloqueando la salida y la nueva entrada. Pero cuando por fin sacas
la basura y la tiras y regresas ¡qué maravilloso espacio te espera!
La
noche: momento oficial para venirse abajo cualquier estantería que ya lleva años,
meses o semanas, incluso sólo unos días en tu vida, y no ha tenido mañana para caer y lo
decide mientras duermes, durante el alto
riesgo de morir de un infarto y como causa/consecuencia, el brusco cambio de
ritmo cardíaco que te provoca ya que pasas en cero coma de unas sesenta
pulsaciones por minuto (por decir algo que no pienso buscarlo en Internet) a
doscientas cincuenta.
Lo dicho, vuelvo a tener espacio y a pesar
de que todo se derrumbó no me da miedo volver a ocuparla.
Rosy Robayna C. (2016)
Así es.
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