viernes, 2 de septiembre de 2016

Todo se derrumbó



Cuando todo se viene abajo me suele gustar. Dirán que  soy masoquista pero masoquismo, quizás, es tener un cúmulo de sensaciones y sentimientos aplastados contra el pecho y no dejarlos salir por temor, o prudencia, o decencia, o clemencia, a herir o ser heridos, el “peor aún” lo pone cada uno entre la coma (,) que quiera. Me refiero al desastre total, no el desastre a medias que te obliga a dar oportunidades, esas del “temor…” y todo lo que  conllevan.
Cuando todo se derrumba, dando igual quién causó el desastre, te quedas mirando todo lo que hay por recoger, el estado de daños, y tienes dos alternativas, una: dejarlo ahí e ir pisando a tu paso todo lo que yace en ese suelo y desquiciarte entre la mierda, y dos: aprovechas para tirar lo roto aunque tengas apego, lo que no servía, lo que sobra, lo que hace tiempo no utilizas e incluso lo que te quedaste por cortesía pero en realidad no te gustó en la vida. Puede que te quedes con algo que al caer no sufrió daño alguno y lo puedas utilizar para un futuro.
Cuando todo se derrumba es un caos, un parón en seco, un aspirar aire y sentir que jamás saldrá este aire a tiempo de tus pulmones bloqueando la salida y la nueva entrada. Pero cuando por fin sacas la basura y la tiras y regresas ¡qué maravilloso espacio te espera!
 La noche: momento oficial para venirse abajo cualquier estantería que ya lleva años, meses o semanas, incluso sólo unos días en tu vida, y no ha tenido mañana para caer y lo decide mientras duermes, durante el  alto riesgo de morir de un infarto y como causa/consecuencia, el brusco cambio de ritmo cardíaco que te provoca ya que pasas en cero coma de unas sesenta pulsaciones por minuto (por decir algo que no pienso buscarlo en Internet) a doscientas cincuenta.
Lo dicho, vuelvo a tener espacio y a pesar de que todo se derrumbó no me da miedo volver a ocuparla.

Rosy Robayna C. (2016)


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