Me sorprende la fragilidad que diferenciaba un delito de un pecado. Lo segundo se sentaba junto a mi infancia en el púlpito equivocadamente. Nunca supe el por qué.
Me gustaba ver Embrujada y merendar pan con chocolate. Mi gusto cambió el día que asesinaron al gatito negro para hacer un ritual y sacarme del cuerpo el Mal. Se suponía que iba a ser una gallina pero solo quedaban blancas en el gallinero de la partera. La mujer esquivaba al Mal con su sonrisa quieta y la mirada ausente.
Enmudecí y comencé a mojar la cama.
Soñaba cada noche con su sonrisa, su moño italiano tieso, siempre del mismo color negro, tan tieso como quedó el gato tras desangrarse en un barreño. Como quedé yo cuando me bañaron en su sangre.
La del moño traía al mundo un crío tras otro poniendo previamente un cuchillo bajo la cama de la parturienta. A mí me tocaba mirar porque no había forma de aprender a coser como el resto de las niñas, que ya no mojaban sus camas, y se me daba peor lo de los ovillos. Solo tenía que cortarle un pedazo para el cordón e intentar que no me saliera ni un hilito de voz para pedir auxilio.
Con el andar del tiempo, el remate la puñeta fue decirme, Si sigues mojando la cama no podrás casarte.
Hoy han nacido en mis manos cuatro niñas y dos niños. Han sido seis instantes en los que no me he sentido tan sola.
La del moño marcó como un álbum de sellos cada uno de mis miedos. Nunca me sacó el Mal. Y si no fuera porque aún mojo las sábanas, yo no tendría tantas ganas de llorar.
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