“No soy perfecto. Si lo fuera, mis errores no tendrían
excusas” Eso decía en la pared de la entrada escrito con un bote de pintura
rojo. Al entrar a la casa las cortinas habían sido cambiadas por perfectas
telarañas aunque al retirarlas, ni las tejedoras quedaban. Pisaban un
extraño pegote que venía del fondo y a
tientas buscaron los pestillos de las ventanas. No olía a moho ni a hogar, ni a
podredumbre. No olía a nada. Ni a vida. Ninguno medió palabra. En la primera
habitación había una pintura en la pared; una imagen diabólica que lloraba
rabia y arrepentimiento semejante a esas caretas africanas que se compran como suvenir
cuando uno quiere demostrar que ha estado en algún otro sitio. Al otro lado,
dibujado a bolígrafo azul, un Cristo crucificado en el mástil de un barco
apuñalado por un naife clamando al cielo. Herramientas por el suelo ordenadas
por tamaños y una caja de madera que decía Tío Pepe llena de lápices de colores
y bolígrafos de color azul; nuevo, vacío
o seco sin estrenar. Unas fichas de Scrabble formando la palabra “Loco” sobre
una mesa de planchar abierta cubierta de un fino polvo que no hacía falta
retirar para poder leerla. Al lado la cocina de gas con dos fogones
perfectamente limpios sobre un baúl de plástico grande transparente, por el que
corrían cucarachas deseando entrar a los paquetes de arroz y azúcar que
contenía. Un pequeño aseo era el otro cuarto y el siguiente una habitación vacía. Se quedaron mirando la oscuridad de la siguiente habitación y notaron
bajo los pies que el pegote era resbaladizo. Buscaron la ventana y entró la
luz. En la pared sobre la cama había escrito, puede que con sangre “Si no tengo
mujer no tengo hijos” y sobre la palabra mujer había clavado en la pared un
sacacorchos. En la mesita de noche descansaba el cuchillo del canariote, una baraja gastada,
un cenicero lleno de colillas, un palillo de dientes…En la cama estaba él.
Dormido hacía muchos años. Sobre su pecho una novela del oeste y como separador
de la última página leída un trozo de encaje en el mismo estado que él se
encontraba. No podían apartar la vista. El baberío del suelo mientras se
alejaban, volvió a ser un pegote bajo los pies, esta vez mezclado con asombro,
dolor y la indiscutible sensación de que pisaban sangre de su sangre; los
restos del charco que se formó hasta la entrada de la casa de alguien que jamás
les quiso ni les esperó.
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