Alcé mis ojos y pude
comprobar que la noria rozaba el cielo, que había mucha gente pequeñita en lo
alto que se hacía grande en la bajada. Que algunas parejas bajaban besándose y
otras subían abrazadas. Que los de atrás jugaban a alcanzar a los de delante.
– ¿No subes? –me dijo
aquel chico mirando el puñado de tiques sin estrenar que yo llevaba en la mano.
–No, soy muy
pequeñita y no me lo permiten.
–Hay atracciones
también para ti
–Sí. Lo sé.
Me subí al caballito
mientras él se alejaba mirando hacia atrás sonriéndome con un guiño mágico.
Giré y giré montada en aquella fiera estática de color blanco que me llevaba al
galope soportando mi delicado cuerpecito sobre su lomo sin dejarme caer.
Agarrada a las riendas plateadas intentado alcanzar al caballo que iba primero
no me importaba ir tan atrás, ni tan lenta, lo importante era la maravillosa
carrera.
Cuando terminé de
girar en el tiovivo me senté en un banco
y volví a verle. Él gritaba y reía desde la montaña rusa levantando los brazos
en las más peligrosas curvas. Me dio un vuelco el corazón de pensar que podría
caer pero se me pasó rápido, porque también pensaba en lo bien que se lo estaba
pasando y que cuando yo creciera haría lo mismo, podría subir a cualquier
atracción ya que mi tamaño no sería un
problema… Sin darme cuenta sonreía de nuevo e incluso carcajeaba al escuchar
sus gritos.
Poco después me fui
al puesto del algodón de azúcar y me permití uno. Iba tomándolo despacio,
sintiendo su nube rosa, espumosa y delicada en mi boca, chupeteando mis dedos,
viendo cada atracción y la reacción de
la gente. Los niños gritaban “mami mira” desde las sillitas giratorias, las
parejas se besaban en la noria, se escuchaban los gritos que salían de la casa
del terror –ahí volví a carcajear algo nerviosa–, los disparos de escopetas de
balines, las tómbolas… Puse una moneda en la máquina de la fortuna y salió una
tarjetita que guardé en mi bolsillo para leerla en otro momento porque no podía
dejar de mirar todo lo que acontecía a mi alrededor…Olía a caramelo, a castañas
y carbón, a roscas de fresa…a la entrada del otoño.
Entonces volvió a
aparecer.
–Ven, dame la mano.
– ¿Qué?
– ¡Vamos!Dame la
mano.
Le di la mano sin
soltar de la otra el palito del algodón de azúcar que se iba rozando por las
ropas de toda la gente mientras él tiraba de mí con entusiasmo sin tener en
cuenta mis cortos pasitos.
–Ahí no podré subir.
–Sí que podrás
–Viene conmigo, –le
dijo muy serio al feriante que ya tenía preparado el argumento del por qué
alguien tan pequeño no podía subir sola a la atracción.
Yo temblaba de
emoción y algo de miedo. Nos pusieron el cinturón de seguridad. Las barras
bajaron lentamente hasta depositarse a la altura de nuestros muslos. Mi
respiración era un disparate y mi corazón tenía prisa por dar la orden de
avanzar. El vagón comenzó a moverse por aquella vía recta. Él pasó su brazo
sobre mis hombros y apretó su mano acercándome más a su cuerpo a modo de
protección. Me miró a los ojos con un brillo verde mágico sonriendo. Entonces empezamos
a subir lentamente, lentamente, lentamente…
Su mano en mi hombro
comenzó a zarandearme.
–Señora, señora. ¿Se
encuentra bien?
Abrí los ojos y noté que algo tiraba de mi pelo. Era el palito del algodón
de azúcar pegado entre mi cabello y el banco del parque.
–Sí gracias agente.
– ¿Quiere que avise a
alguien?
– ¡No por dios!..., estoy
bien, gracias. Seguro que me quedé dormida. Dos litros de sangre dispuestos a
hacer mi digestión de chuches… Ya sabe.
Me puse en pie,
recogí las cáscaras de castañas y las amontoné cuidadosamente dejándolas caer sobre
el papel blanco en el que me las habían servido y puse el palito del algodón de
azúcar encima con cuidado de no manchar el banco con los restos. Tomé un sorbo
de agua. Saqué servilletas húmedas y limpie mi cara y mi pelo. Metí la mano en
el bolsillo y sin mirarla, pegue al palito la tarjeta que había sacado de la
máquina de la fortuna. Me crucé el bolso como siempre y como siempre tiré todo
a la papelera del parque…y me fui a casa.
Imagen sacada de a Web.