Ahí llegan. Me gusta observarles. Ella es una coqueta que
jamás sale a la calle sin pintar sus labios de rosa y él, un galán cariñoso que
la lleva de la mano con el orgullo que tiene el sol cuando se despierta. Siempre
tienen algo de qué hablar. No entiendo cómo siguen juntos después de tanto
tiempo, ni cómo consiguen que, yo, acuda cada año a esa cita.
-Pero mujer este hijo nuestro…
-Cariño: los hijos son para toda la vida. Dios proveerá.
-No me vengas con esas. Cada cumpleaños sucede lo mismo; la casa
llena de gente. Y para colmo se me parte el alma al comprobar con las ganas que
esperan algunos un simple plato caliente.
-¿Crees que a mí no?
-Mira, me… me niego. Lo siento. No soporto a los que vienen
con el corazón lleno de rencor y extrañezas buscando pesebres. De esos te encargarás
tú.
-No todos son así cariño, y lo sabes. Hablaré con el niño.
-Con tu hijo hablaré yo. ¡Acabáramos! Cada año igual. Monta todo
esto para luego…
-Para luego, ¡qué! ¿Qué? –dice ella, con la voz rota y
siente que “…una espada le atraviesa el corazón”.
-Para luego matarnos de pena, María.
-José: Es el cumpleaños de la fe. Él, sabe lo que hace.
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