Madre decía siempre que las fotografías tienen historia. Que, Si quieres saber de alguien, no te pelees con la vida, mira las fotos.
Mi nieto se hinchó a sacar fotografías. Yo engrasaba la máquina. Siempre le digo que para qué, si jamás las pasa a papel. Y cuando se le muere el móvil responde, Total, no eran para tanto, Haré más.
Pero sí que lo son.
Hoy me trajo ésta ampliada. Se ha marchado orgulloso de contradecirme. Se lo agradezco.
Yo tengo unas trescientas fotografías. Están acomodadas en álbumes desgastados y cuanto más las miro más me emocionan. Él dice que no sabría cuántas tiene. Algo de gigas me dijo.
La última vez que vi a mamá me dijo que estaba orgullosa de mí, ¿Orgullosa mamá?, Sí mi hija, El título de costurera, con lo que nos ha costado, te dará para bien vivir. Faltaban diez días para cobrar su primer sueldo desde que papá se largó a por tabaco.
Estaba preocupada.
A madre se le notaba por el ramillete de venas en la frente cuando lo estaba.
Ese día cerró las ventanas con el ramillete en alto, como lo hacen las madres cuando no hay nada que poner a la mesa. Y nos acostó a dormir. Nosotros nos levantamos al siguiente y abrimos las ventanas mientras nos sonaban las tripas. Cosa que nos hacía gracia.
Madre no respondía. Estaba fría, como en blanco y negro. Con una mano en el pecho y otra en su vientre. El ramillete de la frente había desaparecido.
Una semana después me quedé con su puesto en la sastrería de la calle La Pelota y la historia que cuenta la fotografía con el uniforme del trabajo; en blanco y negro y algo fría.
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