Mi hermano dice que todos
los nombres de antaño terminan con un
respetuoso “…ito, …ita”.
Le conocí en el
asiento especial para personas de movilidad reducida, embarazadas, en fin, ya
saben a qué asiento me refiero si alguna vez viajan en guagua. Cada día a la misma
hora él ya estaba dentro. Nunca le pregunté de dónde venía o el fin de su viaje.
Solo tenía seis paradas para contarme con detalle que vivió las dos guerras, el
hambre, el trueque, los piojos, o la disentería, con detalles tan bien
relatados que a veces me daban ganas de saltarme la rehabilitación o que un
atasco nos diera más tiempo de charlar. Tenía noventa y seis años y si bien me
fijé en sus ojos verdes más de una vez, la mirada se me perdía en sus manos y
aquellos callos cansados que frotaban su barbilla, constantemente, cuando hacía
una pausa para recordar no solo el día, sino la hora, el olor o la sensación de
cada instante. Antoñito: hoy me acordé de usted al ver el asiento vacío.
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