Me huye la mirada. No soy esa delicada flor que se
arranca y arrastra hasta la puerta de su casa, besando su frente, rogando amor
o muerte, fingiendo pudor.
Ni luz que ilumina sus pasos descalzos por la
madrugada ni haré con lágrimas un lavatorio de pies ni de mi pelo una toalla.
Ni la gaviota blanca que vigila las sombras de un Quijote en una playa, que lava sus polvos entre sirenas mientras Dulcinea, disfrazada de mengana, le espera en la esquina para lamerle la sal. Puedo solo
ser la embustera que le diga lo que quiere oír y haga lo que nos dé la gana.
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