Me enseñaron que debía ganarme el estar a la derecha del Padre. Me enseñaron a callar y a decir hola y adiós: Un niño que no saludaba era un malcriado y el que hablaba de más un entrometido. Me enseñaron a ordenar mi cuarto, mi maleta del cole, a betunar zapatos con una cáscara de plátano. A lavarme detrás de las orejas, a no poner los codos en la mesa, a sentarme derecha y no levantar la mano ni el dedo corazón ni a abrir las piernas. A bendecir la mesa y dar las gracias. A respetar la muerte. Que “quien perdona la vara, no ama a su hijo”. A hacer la cama y al deshacerla, rezar cuatro esquinitas. También me enseñaron a sentirme rica con lo poco que tenía y a sentirme pobre si no me comía aquel pedazo de pan que era, precisamente, para el niño Jesús; también lo podías encontrar en el fondillo de un vaso <<conste que jamás le vi>>. Que asesinar con la lengua era el pecado mayor, y mis rodillas con mercromina y un <<sana, sana>> iban a cualquier parte... Me enseñaron a vivir, pero no de todo lo aprendido aprendí, porque hay cosas que tienden a imposibles; ni todo es palabra del señor ni la mejor despedida acaba con un adiós…y, por supuesto, qué se siente cuando tus carnes revientan y los huesos te piden explicaciones.
Fotografía: Marcos Rivero Mentado.
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