Me gustó verle sentado ante una copa. Tomaba un sorbo y me
sonreía. Sus manos nunca quietas me acariciaban a segundos volviendo a la
barra, de mi mano a la copa, de la copa a mi mejilla, de mi mejilla a sus
muslos. La música sonaba a toda pastilla y sonreía al recordar cada título
dedicándome el mejor de los fragmentos sin apartar la mirada. Besó mi mejilla
justo en ese punto sin nombre de letra del abecedario, ubicado entre el lóbulo de
mi oreja y donde termina mi sonrisa, para empezar a suspirar deteniéndose unos
segundos de más. Brindó por nosotros y yo en silencio lo hice por él. Quise
quedarme a vivir en el instante en que estalló a reír y también cuando bajó la
mirada al suelo y desapareció de golpe,
también en un segundo, toda la felicidad que desprendía y no dependía de
mí. Pasamos la noche juntos, y la
siguiente, y otras tantas en las que me arrancó mil sonrisas y suspiros y la
ropa y el corazón, cuando dijo lo que dijo y yo respondí lo que nunca he sabido
decir. Lo que más recuerdo es cada último beso de despedida, esos que duran un segundo en los
labios, un beso tan suyo sin mí.
Entro a casa.
Dos segundos salados dan la bienvenida cara abajo.
Suena el móvil. Tengo un mensaje:
-Buenas noches.
-Buenas noches
-respondo.
Sin iconos. Sin rima.
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