Mamá fue la primera en invitarme a un té imaginario. Papá a caminar derecho. Aun truenan los pasos de aquellas botas como un claxon molesto en la madrugada, como tronaban las lágrimas que caían sobre mi taza de té imaginario, como sigue resonando el instante en que una pandilla de enchaquetados tocaron a la puerta concediéndome el honor de ser el hombre de la casa. Mamá agarró mi mano izquierda con fuerza y me dijo que me pusiera derecho. Jamás volvió a invitarme a una taza de té.
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