domingo, 13 de octubre de 2019

Mi 20N


Drago me había robado el chupa chus, era un listillo que en lugar de ladrar aullaba, sobre todo si le gustaba la música que sonaba. Gracias al disco de Led Zeppelín ahí estábamos entre chapas y boliches porque mi hermano estudiaba con música a toda pastilla. Esa tarde nos mandaron a la calle a jugar, al boliche, bueno a jugar a la calle, que al boliche no jugaban las señoritas de siete años. Drago y yo nos sentíamos valientes en busca de aventuras; él mascando el super-chicle que había en el corazón del caramelo, parecía el jefe de nuestra banda de a dos, claro que más tarde comenzamos a sentirnos huérfanos abandonados a nuestra suerte. Ese día perdí la magia, pisé sin darme cuenta un perinqué y el homicidio involuntario me causó un trauma, yo nunca había asesinado a nadie y en aquel tiempo aprendí de las monjas que; quien sin querer peca, sin querer va al infierno. Para colmo a Drago le dio por jugar con el pobre lagartito que se retorcía en el suelo medio destripado mientras yo me quitaba mi zapato dejando el pie con el calcetín blanco contra el suelo. Era incapaz de mirar la suela, si comprobaba que habían restos bajo mi zapato se confirmaría el homicidio.
Volví a casa en silencio aguantando el llanto y cuando mi madre me vio la cara, le dije que me había entrado tierra en los ojos. Claro que mamá no era tonta y se enfadó al ver mi ropa, los calcetines, mis uñas, todo me delataba. Esa noche me acosté sin cenar como castigo, pero lo agradecí, no me habría entrado nada en el estómago. No dormí pensando en el pobre perinqué y en que si se enteraban me detendrían por asesinato y mi único testigo de que fue sin querer estaba roncando bajo mi cama.
A la mañana siguiente fui al cole en silencio pero durante la jornada mi profesora comenzó a llorar. En poco rato comenzaron a llegar los padres a recogernos antes de tiempo, cuando vi a mi padre por poco me muero, seguro que ya lo sabía porque llevaba un botón negro cosido a la camisa blanca y corbata negra. Al llegar a casa mamá no me quitó el uniforme, me quitó los lazos azules, con muy mala cara y sin decir nada, me puso los negros en las coletas, como cuando murió la hermana Lucas. Definitivamente me habían pillado. Salimos de casa en absoluto silencio. Los pocos; taxis, piratas, los coches de hora, todos, llevaban lazos negros, íbamos a casa de mis abuelos. Mi corazón en la boca se sumaba al silencio y ya quería morir. Al llegar a casa de mis abuelos estaban todos mis tíos y primos. Todos de luto menos mi abuelo, que con sus gafas a media asta hacía el crucigrama del periódico. Pedí la bendición, y sin mirarme, mi abuelo me bendijo y me pidió me apartara de delante de la tv porque había un tipo en una caja al que todo el mundo quería ver; un tal Franco.
-Tarentola. Salamanquesa -dijo mi abuelo.
A lo que mi padre respondió -perenquenes .
-¿Solo uno hijo mío?
-Perenquén, padre.
-Entonces era eso. Ya entiendo. Gracias hijo. Y dime-, me miró muy serio -¿No tienes nada nuevo que contarme?
Me confesé. ¡Lo juro!



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