Nunca me gustaron las flores lejos de sus macetas, al corte, moribundas ni en un ramo esperando la muerte.
Ni entre hojas de un libro desnutridas aplastadas sin piedad, emulando amor –y ansiedad-.
Nunca entendí el por qué de las flores agonizando en tus manos, y tu sonrisa sincera esperando mi complicidad.
Ellas vistieron la mesa, el altar y el luto fingido, adornaron la losa pálida de la oportunidad que perdimos, el cabello y el escote, las alfombras del corpus, los pies al paso de la novia, las malditas primaveras.
Claro que no era la vez primera que ellas pedían perdón en nombre de una traición o asilo en mis veredas.
Este ramito de rosas de cadáveres en flor, en ved de oler a podrido, huele a amor eterno y frío que a veces yo resucito –y detesto-, por exceso de calor.
Aquí dejo las dos primeras, y una epístola que reza -sentencia de mi mala suerte-: Cuando estas rosas se pudran dejaré de quererte.
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