Durante este tiempo jamás supe por qué el abuelo se fue. Contaba doce años. Una vez al mes iba a buscarme al colegio, al instituto, a casa. Tras merendar y hablar de cosas maravillosas me dejaba en el portal con un recado para mi abuela; un ramo de rosas rojas.
Hasta hoy.
Me han avisado que ha muerto en un callejón por Escaleritas.
Él llamaba Mariposa a mi abuela y a mí Mariposita. Contaba que cuando la conoció aún era una crisálida preciosa. Para su sorpresa se convirtió en la mujer más cariñosa y guapa del mundo.
Yo era feliz.
Su ausencia la sufrimos las dos a nuestra manera, Hay cosas que a una jamás le perdonarán, Le quiero, nos quiere, Así será por siempre Mariposita.
Corta respuesta para una eterna duda.
No volvimos a tocar el tema, pero la escuchaba cada noche sumergida en un mar de lágrimas.
Un mes antes habían discutido. Ella se soltó el pelo y utilizó el flequillo a modo de cortina para tapar lo que llamó “su vergüenza”. A partir de ese día los vecinos la saludaban con algo semejante a las burlas. Dejaron de hacerlo cuando la depresión dejó de salir a la tienda, al médico, a la farmacia.
En su velatorio todos me despeinaban. A ella le recogieron el pelo. ¡Era tan guapa! La cicatriz de su cara hacía juego con su ataúd. Se despedían, como la de enfrente, con frases que en ese momento no supe a cuento de qué venían, Bueno chiquilla: una comete errores, quizá me anticipé y no fue ella, lo que le hice en la cara fue un impulso normal ¡¿no?!, Ya casi ni se le notaba mujer.
Cuando me dijeron que podía entrar a ver a mi abuelo me llamó la atención un tatuaje en su brazo; una crisálida y una frase en forma de corazón “No hay nada peor que la cordialidad con la que se tratan dos personas que se solían amar”.
Le he pedido a mi tía que lo entierre junto a ella y ha respondido, ¡Qué menos!
Tengo el corazón roto. Pero roto así; a nuestra manera.
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