Apuñalan a una mujer durante la madrugada. Todo apunta a un robo.
Roberto, a pesar de tiempo transcurrido, no ha conseguido borrar las manchas de sangre. No deja de pensar en su madre y en que ayer fue su aniversario.
El periódico de hoy le desquicia.
-¡Qué mierda de titular! Una mujer dice. Una mujer no, una madre. Una madre que salió de la farmacia de guardia, que no llevaba dinero y no mintió al decirlo, mientras forcejeaba con el bolso para sacar la medicina antes de entregarlo a su asesino de sus propias manos. Unas manos blancas, llenas de surcos y de callos cansados. Una mirada dulce que suplicaba dejarla ir donde su hijo porque tenía fiebre. Una que mantendría su palabra de no denunciar lo ocurrido. Y como todas las madres, cumpliría. ¡Una madre coño! De esas que se aflojan el pañuelo del cuello y se ponen el delantal desde que entran a la casa. Esa madre que anoche se aflojó el pañuelo con el que intenté taponar la herida, Dile a mi hijo.
Pero ya se iba. Se iba a casa con la mía, adonde no se me permite entrar por mucho que arrepentido quiera devolver el bolso y sacarle la navaja. Porque, cuando matas a una madre, aunque sea sin querer y acabes entre rejas, quieres volver a casa, pero el diablo no te deja.
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