Terminó la pieza y la
felicidad iluminó el salón de baile. Me senté a esperar la siguiente observando
cómo bailaban los demás, ilusionada porque ya había salido la luna y quizás era
el momento de mirarnos a la cara. Sentía que los cometas celestes se habían alejado
del sol para sintonizar la noche. Quería preguntarte qué era aquello que te
hacía sonreír al mirar atrás mientras bailábamos. Qué fue lo que te amargó
tanto que te cerraba y te hacía bajar, o subir, sin más, del escalón de la
felicidad. Entonces la soledad pronunció mi nombre y clavando su vista en mis
ojos, me dio un abrazo apasionado, de esos que son recordados, pidiéndome todos
los bailes que sonaron hasta el final. Se apagaron las luces. Miré al vacío de
todos mis lados y no estabas. Recogí mi amor y lo até a mi espalda. Los
recuerdos se quedaron colgados entre un <<no pasa nada>> y la
diagonal hacia ninguna parte de mi mirada. Allí te dejé un regalo; mi ausencia.
Conste que no fue la astucia, ni la venganza <<ellas no fueron invitadas
al baile>> fueron mis estúpidas ganas de echar a llorar.
El camino de vuelta era tan largo que… tomé en las manos mis
zapatos de cristal desandado el camino a
casa.
Durante mucho tiempo me di duchas nocturnas de algo parecido
al mar que escocían la piel y los <<volverá>> pensando en los
cometas…y en ti; son rocas de hielo que giran alrededor del sol y…
Mi ausencia continúo
en aquel paquete bien decorado en espera; un regalo pequeño, quizás, que jamás
abriste hasta hoy <<seguro está caducado>> que vuelves tomando el
turno de mi compañera de baile desde aquel entonces. Mientras tanto, bailo por
bailar y tu mirada se esconde y no sé qué sentir, o sí, o yo qué sé… lo sabré el día que te
atrevas a mirarme a la cara –cuando
estemos vestidos- o, ahora que caigo, en el instante en el
que al fin te atrevas a pronunciar mi nombre.
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