Hay regresos que no valen la vuelta. La cabeza actúa como un
botafumeiro cuando el corazón suplica hacer caso a lo que se piensa.
Lo que pasó fue que después de un tiempo nos volvimos a ver.
Le acomodé el flequillo a mi corazón y mientras le advertía que no tocara nada,
de nada, le limpié las babas.
Él me dijo que le iba bien y yo respondí lo mismo –bueno lo
mismo- en realidad pensaba en los ratos que compartimos y en el después, cuando
me trataba como se trata a cualquier lunes a primera hora de la mañana. En las
perretas de mi corazón tontorrón, de flequillo despeinado, desatendido, cuando
llegaba lo que llegaba.
Él, dijo que seguía su vida lo más feliz y calmada, yo le
confesé que igual, pero que no pasaba nada, -de nada-, que estaba herida de vida y era lo
que importaba. Entonces se despidió con un beso en mi mejilla y dos palmadas en
la espalda.
Yo, levanté a mi corazón tontorrón que ya caía de rodillas, y como
a un peregrino en brazos lo llevé a latir casa.
Por el camino, callada, escuchaba a mi cabeza que tras sacar
la manguera y no salir ni una lágrima, ya estaba al borde de un ataque de rabia, ¿Por qué será
que llamamos tiempo a lo que se va volando?
Mi corazón ni me
hablaba. Creo que tenía sed. Estaba… como de una pieza. Latía solo por
instantes. Pero al llegar a casa dijo, mirándome fijo a los ojos y con los
brazos en jarra, Venga… ¿Lloramos o qué?
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