Le pedí que observara cualquier pudiera ser que fuera, que
escondiera sus piernas eternas con una falda más larga, que no soltara sus
trenzas, ni mirara en los espejos, que puede saber el diablo más por viejo,
pero yo no podía engañarla al compararse en los reflejos y descubrir que no era
una chica normal, ni del montón, que era jodidamente rara. Era alta, mucho,
tanto como su sonrisa larga, como largas eran sus manos y todas sus esperanzas.
No es que fuera tímida, yo creo que fue prudente siempre callando emboscadas.
Nunca quiso ser mayor, pero yo la obligaba, la obligaba, la obligaba… y en su
mirada eterna se dibujó un corazón, y ojeras. Partiendo de la que era; pensadora,
mediadora, fantasiosa y educada, se enamoró mil veces y quinientas destrozada,
su refugio fue un verso* que a su garganta dañaba. Ella seguía la música, el
ritmo, por mucho que no sonara, por mucho que cualquier cualquiera, la
intentara seducir con basura literaria. Y mira que le grité –quieres querer,
pero no debes- pero se hizo mayor. No escuchaba mis consejos que más que de
sabios eran de viejos y yo que la aconsejaba había perdido el control.
Ya no escondía sus piernas eternas, se había cortado el pelo
y como a Sansón en su duelo le asqueaban los espejos y su sonrisa era larga,
muy larga, como escasos mis consejos. Y con una belleza osada, -la de siempre,
la jodidamente rara-, me encontró en un reflejo, me sentó al teclado y se
despidió de mí, callada, muy callada, obligándome a escribir:* Nadie logró
tenerla nunca porque nadie supo amarla.
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