Un día la vida te pauta una dosis de alegría que flirtea
contigo. Tú sigues las pautas de posología; despacio, a cuartos a oscuras, a medias luces,
por amor al arte, hasta que tomas una cada día durante todas tus vidas
importando lo importante. Te advierte, que será cuestión de suerte, si al tomar
la dosis adecuada, aquellas tus mejillas se vuelven rosadas, el brillo en los
ojos delata tu mirada, la piel se vuelve más suave y te sientes viva, dolorosamente
viva.
Te dice, en su posología, que consultes al espejo si no
sabes qué ponerte, que practiques su sonrisa y que beses, beses, beses, y le
hagas el amor como si no hubiera mañana.
Que son síntomas habituales,
que mientras te cura por un lado, puede doler por el otro: Hormonas
incontroladas, exceso de sueños, insomnios intencionados, sofocos de quinceañera
y dejar cada detalle escrito por si alguna vez olvidas lo que fuera, o sentir ser la última
cuando querías ser la primera.
Te advierte que está contraindicado; si rebuscas en el
pasado, si se mezcla con antiguas
decepciones, si conviertes en tuyo lo que no es tuyo. Que consultes con la
almohada si tienes tendencias suicidas, si por vivir prefieres dar la vida, si
comienzan las horas malgastadas. Si se duele a sí mismo y no sabe olvidar por
más que fuerce el gesto.
Si una vez aclarado todo esto interrumpes el tratamiento,
puedes descubrir que esa alegría sana a los enfermos, aunque te deje sin
aliento, con dolor en el pecho y quemazón en las entrañas. Pero resulta que un día…
la vida te pauta otra alegría y vuelves a sentir que sanas. Dolorosamente sanas.
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