Hace unos días me encontré con
alguien que marcó mi infancia. No la reconocí ni fijándome en sus ojos. Por
más que la miraba mientras decía -¡Pero
si eres la misma! No has cambiado -no encontré ni un solo rasgo de la
reina de las fiestas del barrio…
…Por el contrario fui la última
de la fila para no tapar a los demás en las fotos. Todos gritaban: <¡Ahí viene ella!>, y salían corriendo felices a
esconderse sin darse cuenta del daño que eso me ocasionaba. Con el andar del
tiempo mis amigos comenzaron a ser solo hombres mayores que yo y eso causó
envidias, sobre todo en las chicas diez de la época. Se preguntaban cómo era
posible que alguien como yo, que no vestía a la moda y no daba la talla, porque
la superaba en todas las dimensiones en su, super/mega/pop, sistema métrico
decimal, pudiera estar rodeada de los chicos por los que ellas babeaban y para
los que empleaban sus mejores armas en su afán de cazarlos. Ellos apreciaban mi
compañía, las horas de charlas, las letras, mi guitarra y sobre todo mi niñez.
Pasaron los años para todos. Unos
calvos, otras con sobrepeso y yo, que acostumbrada a no pasar horas ante el
espejo me siento genial, acepto los cambios,
agarro todos los días mis complejos y los saco a la calle porque sé que
nadie se volteará para ver mi cuerpo, a traición, y es algo que agradezco, pero
sí que se quedará cuando sienta quien soy realmente; aquella a la que muchos
temían.